ESPECTÁCULO, MERCANCÍA Y PADRE DE LA HORDA



Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre
Walter Benjamin: El capitalismo como religión

La mujer no dispone de su cuerpo sino el marido. Asimismo el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer
San Pablo. 1ª Epístola a los Corintios. XII. 4
           

Jean Goux describe la tensión narrativa que se produce cuando se contrastan dos tragedias edípicas: Edipo Rey y Edipo en Colono, atribuyéndole a una, una dimensión de alcance profano, y a la otra un alcance purificador.

            ¿Es posible atribuirle a Edipo rey un alcance profano?

            ¿Es la apología de la autonomía intelectual del protagonista una genuina profanación?

            ¿Es toda respuesta basada en la autonomía intelectual, una respuesta profana?

            ¿Cuándo se establece la reunión entre el sujeto democrático del siglo V en Grecia y el sujeto cartesiano se está dentro de una dimensión profana?

            Cuando Edipo no vence en la prueba de iniciación sino que vence a la prueba de iniciación: ¿profana?

            ¿Por qué es posible afirmar que la propuesta que otorga al sujeto moderno la capacidad de profanar es paradójica?

            Es de la consideración de los alcances de la profanación y su relación con una alteridad irreductible, fundamento de un amor posible, cómo pueden tener lugar esbozos de respuestas a las preguntas planteadas.

             Goux le atribuye al sujeto cartesiano a través de la duda metódica, un fundamento edípico.

            El pensamiento del hijo es considerado en clave metafísica: un hijo huérfano, desvinculado de su cadena ancestral, quien  protagonizando  una ruptura de herencia, funda su legitimidad sobre sí mismo.

La usurpación permanente: filiarquía, llega a decir Goux, establece una verdad permanente que no tiene necesidad de nada más que el yo para probarse.

            Hay que considerar  Pienso, luego existo como un grito triunfal, el triunfo del parricidio logrado: una exultación del hijo que ahora sabe que no depende más de antepasados ni de nadie, para mantenerse en pie.

            Se podría agregar irónicamente: la propuesta es marchar con firmeza, sin cojear.

Sin embargo, es posible afirmar que ello, lejos de ser una profanación, es el modo más pleno de impedirla.

            La idea cartesiana es definitivamente moderna y como Edipo, su énfasis está en borrar lo antiguo, tal como éste en su diálogo con Tiresias afirma.

            Descartes suspende la memoria latina, el idioma de esa memoria y lo por ella testificable.

            Como maestro sin maestro levanta a la pura voluntad como el fundamento sin fundamento de toda soberanía.

            Su duda metódica, que en su hipérbole se revelará como genio maligno, es una máquina suspensiva que garantiza la soberanía de los principios.

            Al establecer los principios soberanos como capaces de romper con cualquier orden heterónomo que los funde como origen (parricidio), lo que Descartes subraya en las Meditaciones metafísicas, es la sustracción del pensamiento a cualquier orden que enajene la voluntad de decisión, es decir la voluntad como decisión.

            El sujeto cartesiano decidiendo sujetarse a sí mismo y al resto tiene que producir constantemente las condiciones de su propia soberanía, neutralizando hasta la apatía y la indiferencia cualquier motivo e inclinación, cualquier prejuicio o cláusula que pudiera pesar sobre él.

La duda metódica cartesiana es una máquina suspensiva, hiperbólica como genio maligno, que no sólo establece los principios, sino también la posibilidad de su suspensión, si no, no sería el sujeto, sujeto soberano.

            En esta dimensión de lo absoluto del sujeto, el mundo es representación.

            La soberanía de la subjetividad se afirma como un dominio a través de la decisión que se afirma como potencia de representación.
           
               A través de la posibilidad de ejercer la suspensión que tiene  la subjetiva decisión soberana, es que se suspenden representaciones para fundar  regímenes de representaciones.

            Para poder ser absolutamente soberana la subjetividad tiene que decretar sobre la representación el estado de excepción.

 En los desarrollos de Carl Schmitt se  considera estado de excepción a la función que permite al soberano crear y garantizar la situación de la que el derecho tiene necesidad para su propia vigencia.

            Giorgio Agamben deconstruye el pensamiento de Schmitt y exhibe cómo el soberano al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella. Esto se verifica, por ejemplo, cuando se trata de cambiar una ley.

            La excepción es una exclusión, pero mantiene con la norma una relación donde esta última se le aplica desaplicándose, es decir se retira.

            Lo importante a considerar en el gesto soberano cartesiano - lugar de validez del principio, y de la soberanía del príncipe -  es la inclusión siempre excluida de la herencia.  

            Puede llegar a suspender el yo soy, en yo no soy, pero reafirmando desde el yo era  otra vez el yo soy, pero como yo decido.

            El discurso del método suspende la historia y la memoria y traza un progreso infinito entre la nada y Dios.

Es este gesto edípico del progreso infinito el que inaugura formalmente Descartes, decretando la excepción sobre la lengua latina, el idioma de esa memoria, lo por ella testificable, como se señalaba anteriormente.

            Su ciudad moderna exige borrar de raíz la ciudad antigua, ya que como afirma en sus Meditaciones metafísicas la destrucción de los fundamentos arrastra consigo la del edificio todo”.

            Su progreso infinito es la iniciación permanente. Su verdad ya no es la utilización de las palabras disponentes adecuadas a lo que hay, sino necesariamente adecuantes de lo que hay al artificio “claro y distinto”, a la materialidad de la decisión soberana y no a la verdad objetiva.

            Ya la verdad no es una hipérbole de lo que hay, sino en la propuesta del progreso infinito, como dice Willy Thayer  una técnica de capitalización.

            La instauración de la decisión hace del descampado un mundo a poseer: tal es la dimensión incestuosa de la posesión de la naturaleza.

            Será entonces la preocupación por la propiedad lo que desplazará en la escena actual el uso. Es el verdadero escenario de la imposibilidad de la profanación.

            Para que haya profanación, tiene que haber experiencia de profanación.

            Si hay algo que el proceso de iniciación permanente provoca es precisamente la expropiación de la experiencia.

Nos hemos acostumbrados a considerar con Agamben desde Infancia e historia,  la expropiación de la experiencia en la modernidad.

Transformada en experimento ya la experiencia no se tiene sino que se hace y esto es sin límites.

En  el modo de producción moderno la experiencia perdida,  se ha transformado en información generalizada.

En el frontispicio de la gran obra del gestor de la ciencia moderna, y contrapartida necesaria de Descartes, Bacon, La gran instauración, estaba pintada la imagen de Ulises, el astuto Odiseo acompañada de la siguiente inscripción: Muchos transpondrán el umbral y el conocimiento se verá incrementado.

            Experimentos y más experimentos componen el proyecto del Novum Organum de Bacon iluminados por la luz de la razón  a la manera como Dios operó sobre la materia informe de la creación.
           
La modernidad inaugurada en el siglo XVI, heredera de los postulados de Bacon y Descartes, según comenta Koselleck se caracteriza por el derrumbe de la sabiduría antigua (otra vez el parricidio).

            La racionalidad jerárquica de Platón en la que el pasado y el presente eran considerados simultáneamente efectivos, sin conceder privilegio alguno a lo que es más reciente o a lo que potencialmente está por venir, fue reemplazada  en la modernidad por una alternativa temporal en la cual el horizonte de expectativa encuentra su legitimidad en un futuro imaginario que ya no está en deuda con el pasado.

            El sentido histórico mismo que asociamos con la autoconciencia moderna, en particular con su creencia en el progreso, depende – argumenta Kosseleck – de la pérdida de fe en la continuidad del pasado con el presente y el futuro. 

            En este contexto, la experiencia fue despreciada al considerársela solamente un   baluarte de la sabiduría del pasado y si  se la recupera es solamente para considerarla un  paso hacia el conocimiento absoluto.

            El mismo Agamben, a quien se ha citado, señala a Montaigne como el último filósofo que enfatiza el valor de tener una experiencia.

Un siglo antes que Descartes en la serenidad de su castillo  en Perigord, Montainge afirmaba: “Me estudio más a mí mismo que a cualquier otro sujeto. Tal es mi física, tal es mi metafísica”

Es más, en el último de sus ensayos que justamente se llama De la experiencia afirma Montaigne que “aun puestos en el más elevado trono de este mundo, es menester que nos sentemos sobre nuestro trasero”.

Profanador por definición, la tradición religiosa con la que rompe, no se salda con un progreso infinito en el conocimiento sino con una vuelta sobre sí, donde la perplejidad es ejercida como táctica de la experimentación de sí y del descubrimiento del mundo.

A partir de Montaigne, siglos más tarde, el discípulo de Winnicott, Massud Khan señalará cómo  el escepticismo de Montaigne revela en su irresolución permanente un proceso de percepción del self.

            Se inaugura lo que Freud tres siglos más tarde atribuirá al inconsciente.

¿Qué lugar entonces tiene la profanación en la expropiación de la experiencia cuando la técnica de capitalización que se despliega en una ilusión de permanente acumulación prepondera?

¿Cuál es la relación de este proceso con la sociedad del espectáculo y qué relación tiene ello con la iniciación permanente?

            Profanar se opone a consagrar. Si consagrar designa la salida de las cosas de la esfera humana, profanar al contrario, significa restituirlas al libre uso de los hombres.

            Se orienta una relación muy marcada entre usar y profanar.

            La religión a través del sacrificio, separa algo que pertenece al ámbito de lo profano y lo lleva a lo sagrado, de la esfera humana se lo traslada a la divina.

            Al revés, basta que los humanos toquen aquello que estaba reservado en el rito a lo sagrado para que pase a estar disponible para los hombres.

            Agamben, en Elogio de la profanación, señala que a diferencia de lo que se piensa comúnmente, religere no refiere a religar sino a mantener separado.

En ese sentido la religión es lo que mantiene separado aquello que pertenece al ámbito de lo profano y lo que es dominio de lo sagrado.

            Lo que se  opone a la religión no es entonces la incredulidad, sino la negligencia, es decir una actitud libre y distraída de las normas, siendo entonces la profanación una negligencia que ignora la separación, o sobre todo que hace de ella un uso particular.

            Una particular e importante forma de la negligencia es el juego. Los juegos habituales son una derivación de antiguas ceremonias sagradas.

            La ronda fue en su origen un rito matrimonial y el juego de la pelota recuerda las disputas de los dioses por la posesión del sol.

            Lo sagrado reúne para ejercer su potencia el mito y el rito.

            En el juego sólo se conserva una de las dos vertientes: en el juego de acción se conserva el rito, en el juego de palabras el mito. En todo caso se conserva siempre una conexión con lo sagrado.

            Lo interesante es que la restitución de lo sagrado implica paradójicamente a su valor profanatorio una sustracción al dominio utilitario.

            La prueba a la que el padre demandante somete al neófito tal como se ha descrito, promueven en Jasón, Perseo o Belerofonte un juego sagrado.

            Lo opresivo no es el resto sagrado, sino que esto, es en todo caso la ocasión para la liberación y la elección sexual.

            Lo verdaderamente opresivo es lo que se encuentra en la esfera de la economía, del derecho, de la guerra y otras actividades que separadas de su origen se erigen como sagradas en sí.

            Lo saben los niños que producen con los elementos de esas actividades una verdadera profanación estableciendo una verdadera religio.

            Así como la religio jugada abre las puertas del uso, las potencias del derecho, la economía y la política desactivadas en el juego abren la puerta de una nueva felicidad.

            Se abre una verdadera paradoja: la restitución sagrada que se verifica en el juego desactivando el uso común, se anuncia como profana y el uso común que aparentemente libera, en verdad constriñe. Tal es el drama de Edipo.

            Se trata de diferenciar entre profanación y secularización. Esta última deja intactas las fuerzas desplazándolas de un lugar a otro.

            Tal es la operación cartesiana: deja en el ejercicio de la subjetividad soberana aquellas potencias celestes que ahora son trasladas a la monarquía terrenal.

            En la profanación por el contrario, se neutraliza aquello que se profana desactivando los mecanismos de su poder.

            Jasón o Perseo hacen uso. La autonomía intelectual de Edipo seculariza a los dioses y desde allí padece su venganza.   

            Que entre lo sagrado y lo profano hay una verdadera movilidad es conocido: Freud ya había señalado cómo lo augusto o lo consagrado a los dioses, podía ser también maldito o excluido de la comunidad.

            Las vísceras ofertadas a la divinidad (sagradas), podían ser habitualmente profanadas cuando entraban en contacto en los hombres.
           
El problema de la religión moderna, el capitalismo como diría Benjamin, no es solamente la separación entre sagrado y profano.

            Tradicionalmente el sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado, y se exponía a su contrario.

            En el monomito el sacrificio de la prueba reconocía la potencia sobre o infra humana de la bestia, pero en el atravesamiento mortal daba las condiciones para su uso.

            Como en los rituales de iniciación antigua, el sufrimiento de Dionisio permitía la potestad de Apolo. El reconocimiento de la sabiduría infernal liberaba para el uso.

            En lo que se anticipaba como técnica de capitalización, se verifica un único e incesante proceso de separación que inviste cada cosa y cada actividad humana.

            La separación se realiza absolutamente en la religión capitalista siendo inherente a la forma del objeto que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible, impidiendo un uso que se vuelve duraderamente imposible.

            Esta dimensión alcanza su efecto mayor de la técnica de capitalización en el consumo cuya forma más acabada es la sociedad del espectáculo.
           
En la sociedad del espectáculo, lo consagrado al consumo o a la exhibición, se caracteriza por no poder ser usado.
           
Si profanar era devolver a su uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista apunta un verdadero Improfanable.

            Cuando los niños destripan sus muñecas como ha inmortalizado Baudelaire en La moral del juguete hacen como el gato que sustituye con un ovillo de lana, su actividad predatoria orientada a la captura y muerte del ratón.

            Los niños cuando juegan con objetos en otra época religiosos, liberan incluso imitando la forma de la actividad de las que se han emancipado a las cosas del fin  al que habían estado destinadas, destinándolas a otros fines.

Es decir las destinan a un nuevo uso: las transforman en un mero medio pero emancipado de aquel fin originalmente propuesto.

            Tal vez sea la ubicación de un objeto como puro medio lo que restituya la posibilidad del uso que el consumo ha alienado, alienación  que en la exhibición se ha consumado.

            Este mundo de los medios puros, sin embargo es precario por su fugacidad. Aquellas cosas destinadas a separarse de su fin original, son finalmente restituidas a su finalidad, o simplemente abandonadas.

            ¿Por qué es tan eficaz la maquinaria capitalista? No solamente porque los puros medios son fugaces, sino porque se apropia de ellos.

            No solamente porque se apoya sustancialmente sobre el control de la comunicación social (precisamente los medios), sino porque además de la propaganda neutraliza el valor profanatorio del lenguaje como puro medio.

            Se podría pensar el amor como la profanación por excelencia. Si hay algo con lo que el capitalismo se ensaña es con el control de la sexualidad.

            No hay que esperar a Foucault para desmontar el prejuicio que destaca que no se trata de la represión de la sexualidad sino de su incitación.

            ¿De qué se trata en esa incitación sino de la apropiación de la sexualidad como medio?

            En la pornografía, aquellas poses románticas de las modelos en sus inicios, han sido reemplazadas por las técnicas de absolutización de la mercancía y el valor de cambio.

            Las modelos complican las poses como si se exagerara intencionalmente, exhibiéndose la conciencia de estar expuestas al objetivo. Con el comportamiento sexual pasa lo mismo.

            Si Bergman se sorprendía que en su época las modelos miraran resueltamente el objetivo de la cámara, el procedimiento actualmente se ha vuelto banal: en los videos pornos  las modelos están más interesadas en el espectador que en el compañero o compañera sexual.

            Ya Walter Benjamin en 1936 señalaba que “aquello que, en estas imágenes funciona como estímulo sexual, no es tanto la visión de la desnudez, como la idea de la exhibición del cuerpo desnudo delante del objetivo”.

            Recuerda Agamben que poco después, Benjamin, acuñó el término de valor de exposición para comentar tal modalidad de funcionamiento en la época de la reproducibilidad técnica.

  El valor de exposición es complementario de la alienación del valor de uso en el valor de cambio.  La víctima  es el valor de goce, que solamente se autoriza como metafórico.

            Si el valor de exposición consuma aquella técnica de capitalización que el progreso infinito de la soberanía del sujeto promovía con la consecuente imposibilidad de profanación, ¿en qué sentido entonces la apuesta del psicoanálisis tiene lugar?

            Varias veces he destacado la operación analítica como una ética del lazo y el valor de goce como un resto de esa operación.

            El amor para el psicoanálisis es una profanación, que es un modo de decir que se trata de un juego.

            Planteada la universalidad del complejo de Edipo, con sus componentes deseo incestuoso y parricidio, Freud en El malestar en la cultura se desconsuela.

            El superyó pesa sobre la humanidad exigiendo más cuanto más se la obedece, comportándose con severidad y desconfianza tanto mayores, cuanto más virtuoso es el individuo.

            ¿Es tal severidad consecuencia de un trato severo? Sabemos que para Freud la respuesta es negativa.

            La declinación del Edipo se salda con una vuelta hacia el padre. No hacia el Padre real, sino hacia un padre todo poderoso fomentado por el niño mismo.

            Este padre fuerte, ligado a la figura de un amo es lo que cada pueblo cuenta como legislador original.

            Alejado del padre demandante que propone la prueba es el Padre Primordial, aquel que está en el origen del nacimiento de la Ley según Tótem y Tabú.

            Interiorizándolo tras su asesinato, es por su amor, que se funda la ley para siempre.

            Poseedor de todas las mujeres es recreado en cada generación cada vez que se declina el Edipo.

            Un discurso ético que diga la ley nos da permanentemente la ocasión para su aparición como voz de la conciencia, sin otra autoridad que su voz estentórea.

            ¿Cuál voz más estentórea se hace oír que sea más fuerte aun que la del imperativo del consumo?

            Si en el cristianismo el culto es una expiación de la culpa, la religión capitalista es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante.

            Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa sino para volverla universal, y para capturar al propio Dios en la culpa.
           
¿En ausencia de qué mediación aparece esta Ley del superyó?

            ¿Es posible otra Ley? ¿Por qué padre es posible hacerse el duelo de esta figura grandiosa producto del sueño freudiano?

            Sabemos  desde Freud también, que el destino humano no está sujeto a una finalidad natural sino que está sometido a los avatares del goce del otro.

            Sin objeto predeterminado necesita de una ley que lejos de ser el negativo de la sexualidad sea un borde, un punto de apoyo que le permita al sujeto encontrar caminos nuevos.

            El sujeto absoluto de las Meditaciones cartesianas surge en ese punto de ruptura de las antiguas cosmologías en las que microcosmos y macrocosmos no eran sino una unidad motorizada por los principios activo y pasivo.

            Uno engendraba, el otro hacía crecer. Parecía que esa maquinaria genital representada por la feliz complementariedad se disolvía en función de un nuevo módulo ahora separado, y representado  un percipiens que se ha definido como perspectivo.

            Descartes parecía desterrar filosóficamente la física aristotélica hecha de acto – potencia que revelaba una finalidad como fundamento causal de toda génesis.

            Una pregunta se abre paso en ese abismo hecho de la pura decisión que como expresión de la técnica de capitalización progresiva coloniza el descampado ahora llamado mundo: ¿cómo hacer esto?

            En el mundo tecnificado el lenguaje no es ya el lugar donde en la fe dada se funda el sujeto allí representado sino del lugar de un poder instrumental de transmisión de informaciones: un hacer permanente.

            Paradójicamente cuanto más el sujeto se aliena en ese saber tecnificado más se expropia de sí mismo.

            Perdido como Edipo en su autonomía, ciego a su propio sentido, tropieza con el muro del lenguaje que se opone a la palabra en la medida en que allí es más hablado de lo que él mismo habla.

            Decir la ley o extremo tropiezo con esa dimensión parricida que consiste en subrayar la autonomía técnica y que promete el dominio incestuoso de la naturaleza.

            Lejos de derribar el muro del lenguaje tal finalidad se salda con la dimensión superyoica que como ilustraba Goya no es más que la razón soñando monstruos.

            Existe otra ley que la que impele a que lo que hay sea reconocido  por la palabra adecuante -  materialidad del pensar -  ya que la palabra adecuada como realidad está perdida – realidad objetiva.

            Se trata del poder poético del lenguaje que promueve un discurso ético que no se limita a decir el bien o la ley.

            Es el de un bien – decir que lejos de ignorar el goce u oponerse a él, constituye a la vez su sostén y su camino.

            Un nuevo modo de transmisión ya no nostálgico de la antigüedad, pero tampoco extraviado tras el muro del lenguaje, sino que a partir de lo desconocido del deseo del Otro, sostenga por la palabra un deseo que lo derribe.

              No es demostración para los hijos, tampoco mostración, pero dicha palabra concierne al goce que un hombre se arriesga a encontrar ante aquella que es la causa de su deseo.

            Se trata de un goce disimulado, expresado sólo a medias a través del equívoco, por ejemplo, que mantiene el juego amoroso otorgando a las palabras una dimensión metafórica, profana, que las aleja de su gastado uso informativo.

            Esta es la posibilidad que le cabe a un psicoanálisis desedipizado: una transmisión por añadidura del enigma que une a ese hombre y a esa mujer.

            Se dice transmisión por añadidura porque es sobre la base de esa equivocidad significante – una ética del bien – decir absolutamente profana que se establece un velo sin volverse hacia el hijo, cayendo en una comedia obscena.

Se aceptaba en el punto anterior el anacronismo para el estudio de un mito.

            Padre perseguidor, padre demandante y padre donador. Sería posible en virtud de tal anacronismo sugerir las dimensiones del padre imaginario, el padre simbólico y el padre real.

             El monstruo que la misma razón engendra sostiene su poder imaginariamente en el reproche o la culpa. Padre imaginario. 

El demandante es representado por la dimensión simbólica que lo reduce al nombre y que lo coagula en la prueba. Padre simbólico.

El donador aparece definido como real. Una donación paradójica que se asienta en la transmisión de un saber acerca de la verdad de un goce.

            No sin la prueba y no sin el duelo más allá del odio o el amor por el padre Ideal que bien puede adquirir el rostro del perseguidor, el padre real instala el velo para el niño como agente de la  castración.

Se trata de la transmisión de  de un justo decir a medias en lo que concierne al goce de una mujer: se hablaba del valor de profanación del discurso poético.

            Lo real – por más investigaciones que se promuevan sin fin en las técnicas de capitalización – es la imposibilidad de demostrar por  un saber la verdad de un goce.

            Se podría situar entonces al contrario que el saber occidental no es más que el despliegue interminable de las Meditaciones metafísicas.

            Estas solamente concluirán cuando lo que ellas inscriben  se revele como aquello que nunca cesó de no inscribirse en ellas.

            Me parece que la transmisión que se le debe al padre real es una verdadera iniciación como corte en ese sentido.
             
El amor es un juego… amoroso. Asentado en la profanación de los ideales que el valor de exposición promueve, no es más ni menos que una declaración.

            El acto que lo consuma  se asienta en el vacío entre los sexos donde el Tú eres mi mujer, Tú eres mi marido se declara performativamente según lo cual, cada uno deviene su propio mensaje bajo la forma invertida del Yo soy tu marido y Yo soy tu mujer.

            Sin ninguna pretensión de saber ideal, (la poesía devalúa la decisión soberana y afirma el poder performativo de las palabras que actúan como muerte de la intención, para decirlo con Benjamin), la declaración de sexo es un riesgo ya que niega el autoerotismo.

            Es desde esta negación que se positiviza el cuerpo del otro otorgándole valor de goce. Es el modo de profanarlo.
             
Tú eres mi mujer, tú eres mi marido, porque tú eres mi cuerpo. Claro que en ese tú, un yo  se dice al otro dándole derecho y poder sobre su propio cuerpo. Hay pérdida del autoerotismo y de la libre disposición del propio cuerpo. Vuelta de la profanación.

            Estricta igualdad en esta mutua servidumbre deseada en la que cada uno se remite al otro, deviniendo lo que le falta.

            Más vale que el goce que uno tiene del cuerpo del otro no es que el otro tiene del cuerpo de uno.

            Por más que la ilusión genital nos haga creer en la complementariedad  sigue existiendo una separación. La profanación nunca la niega, lo que hace negligentemente es excederla o desactivar su mecanismo.

            Como menciona Philippe Julién: es la ocasión para preguntarse: ¿aquello de lo que se goza, goza?

            Lugar de una separación, alejada de aquella otra separación que en su sacralización fetichista el capitalismo consagra a la mercancía, introduce el juego amoroso como una verdadera profanación.        



Alejandro Varela
Abril de 2012
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