Dios no ha muerto, sino que ha
sido incorporado en el destino del hombre
Walter Benjamin: El capitalismo como religión
La mujer no dispone de su cuerpo
sino el marido. Asimismo el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer
San Pablo. 1ª Epístola a los Corintios. XII. 4
Jean Goux describe la tensión narrativa que se
produce cuando se contrastan dos tragedias edípicas: Edipo Rey y Edipo en Colono,
atribuyéndole a una, una dimensión de alcance profano, y a la otra un alcance purificador.
¿Es posible atribuirle a Edipo rey un alcance profano?
¿Es la apología de la
autonomía intelectual del protagonista una genuina profanación?
¿Es toda respuesta basada
en la autonomía intelectual, una respuesta profana?
¿Cuándo se establece la
reunión entre el sujeto democrático del siglo V en Grecia y el sujeto
cartesiano se está dentro de una dimensión profana?
Cuando Edipo no vence en la prueba de iniciación sino que
vence a la prueba de iniciación:
¿profana?
¿Por qué es posible
afirmar que la propuesta que otorga al sujeto
moderno la capacidad de profanar es paradójica?
Es de la consideración de
los alcances de la profanación y su
relación con una alteridad irreductible, fundamento de un amor posible, cómo
pueden tener lugar esbozos de respuestas a las preguntas planteadas.
Goux le atribuye al sujeto cartesiano a través
de la duda metódica, un fundamento edípico.
El pensamiento del hijo es
considerado en clave metafísica: un hijo huérfano, desvinculado de su cadena
ancestral, quien protagonizando una ruptura de herencia, funda su legitimidad
sobre sí mismo.
La usurpación permanente: filiarquía, llega a decir Goux, establece una verdad permanente que
no tiene necesidad de nada más que el yo para probarse.
Hay que considerar Pienso,
luego existo como un grito triunfal, el triunfo del parricidio logrado: una
exultación del hijo que ahora sabe que no depende más de antepasados ni de
nadie, para mantenerse en pie.
Se podría agregar
irónicamente: la propuesta es marchar con firmeza, sin cojear.
Sin embargo, es posible afirmar que ello, lejos de
ser una profanación, es el modo más pleno de impedirla.
La idea cartesiana es
definitivamente moderna y como Edipo, su énfasis está en borrar lo antiguo, tal
como éste en su diálogo con Tiresias afirma.
Descartes suspende la
memoria latina, el idioma de esa memoria y lo por ella testificable.
Como maestro sin maestro
levanta a la pura voluntad como el
fundamento sin fundamento de toda soberanía.
Su duda metódica, que en
su hipérbole se revelará como genio
maligno, es una máquina suspensiva que garantiza la soberanía de los
principios.
Al establecer los
principios soberanos como capaces de romper con cualquier orden heterónomo que
los funde como origen (parricidio),
lo que Descartes subraya en las Meditaciones
metafísicas, es la sustracción del pensamiento a cualquier orden que
enajene la voluntad de decisión, es decir la voluntad como
decisión.
El sujeto cartesiano
decidiendo sujetarse a sí mismo y al resto tiene que producir constantemente
las condiciones de su propia soberanía, neutralizando hasta la apatía y la
indiferencia cualquier motivo e inclinación, cualquier prejuicio o cláusula que
pudiera pesar sobre él.
La duda metódica cartesiana es una máquina suspensiva, hiperbólica como genio
maligno, que no sólo establece los principios, sino también la posibilidad de su suspensión, si no, no
sería el sujeto, sujeto soberano.
En esta dimensión de lo absoluto del sujeto, el mundo es
representación.
La soberanía de la
subjetividad se afirma como un dominio a través de la decisión que se afirma
como potencia de representación.
A través de la posibilidad
de ejercer la suspensión que tiene la
subjetiva decisión soberana, es que se suspenden representaciones para
fundar regímenes de representaciones.
Para poder ser
absolutamente soberana la subjetividad tiene que decretar sobre la
representación el estado de excepción.
En los desarrollos de Carl Schmitt se considera estado
de excepción a la función que permite al soberano crear y garantizar la
situación de la que el derecho tiene necesidad para su propia vigencia.
Giorgio Agamben deconstruye el pensamiento de Schmitt y
exhibe cómo el soberano al tener el poder legal de suspender la validez de la ley,
se sitúa legalmente fuera de ella. Esto se verifica, por ejemplo, cuando se
trata de cambiar una ley.
La excepción es una exclusión, pero mantiene con la norma
una relación donde esta última se le aplica desaplicándose, es decir se retira.
Lo importante a considerar en el gesto soberano
cartesiano - lugar de validez del principio, y de la soberanía del príncipe
- es la inclusión siempre excluida de la
herencia.
Puede llegar a suspender el yo soy, en yo no soy,
pero reafirmando desde el yo era otra vez el yo soy, pero como yo decido.
El discurso del método suspende la historia y la memoria
y traza un progreso infinito entre la nada y Dios.
Es este gesto edípico del progreso infinito el que
inaugura formalmente Descartes, decretando la excepción sobre la lengua latina,
el idioma de esa memoria, lo por ella testificable, como se señalaba
anteriormente.
Su ciudad moderna exige
borrar de raíz la ciudad antigua, ya que como afirma en sus Meditaciones metafísicas “la destrucción de los fundamentos arrastra
consigo la del edificio todo”.
Su progreso infinito es la
iniciación permanente. Su verdad ya no es la utilización de las palabras
disponentes adecuadas a lo que hay, sino necesariamente adecuantes de lo que
hay al artificio “claro y distinto”,
a la materialidad de la decisión soberana y no a la verdad objetiva.
Ya la verdad no es una
hipérbole de lo que hay, sino en la propuesta del progreso infinito, como dice
Willy Thayer una técnica de capitalización.
La instauración de la
decisión hace del descampado un mundo a poseer: tal es la dimensión incestuosa
de la posesión de la naturaleza.
Será entonces la
preocupación por la propiedad lo que desplazará en la escena actual el uso. Es
el verdadero escenario de la imposibilidad de la profanación.
Para que haya profanación, tiene que haber
experiencia de profanación.
Si hay algo que el proceso
de iniciación permanente provoca es precisamente la expropiación de la
experiencia.
Nos hemos acostumbrados a considerar con
Agamben desde Infancia e historia, la expropiación de la experiencia en la
modernidad.
Transformada en experimento ya la experiencia no
se tiene sino que se hace y esto es sin límites.
En
el modo de producción moderno la experiencia perdida, se ha transformado en información
generalizada.
En el frontispicio de la gran obra del gestor de
la ciencia moderna, y contrapartida necesaria de Descartes, Bacon, La gran instauración, estaba pintada la
imagen de Ulises, el astuto Odiseo acompañada de la siguiente inscripción: Muchos
transpondrán el umbral y el conocimiento se verá incrementado.
Experimentos y más
experimentos componen el proyecto del Novum
Organum de Bacon iluminados por la luz de la razón a la manera como Dios operó
sobre la materia informe de la creación.
La modernidad inaugurada en el siglo XVI, heredera
de los postulados de Bacon y Descartes, según comenta Koselleck se caracteriza
por el derrumbe de la sabiduría antigua (otra vez el parricidio).
La racionalidad jerárquica
de Platón en la que el pasado y el presente eran considerados simultáneamente
efectivos, sin conceder privilegio alguno a lo que es más reciente o a lo que
potencialmente está por venir, fue reemplazada
en la modernidad por una alternativa temporal en la cual el horizonte de
expectativa encuentra su legitimidad en un futuro
imaginario que ya no está en deuda con el pasado.
El sentido histórico mismo
que asociamos con la autoconciencia moderna, en particular con su creencia en
el progreso, depende – argumenta Kosseleck – de la pérdida de fe en la
continuidad del pasado con el presente y el futuro.
En este contexto, la
experiencia fue despreciada al considerársela solamente un baluarte de la sabiduría del pasado y
si se la recupera es solamente para
considerarla un paso hacia el conocimiento
absoluto.
El mismo Agamben, a quien
se ha citado, señala a Montaigne como el último filósofo que enfatiza el valor de tener una experiencia.
Un siglo antes que Descartes en la serenidad de su
castillo en Perigord, Montainge afirmaba:
“Me estudio más a mí mismo que a
cualquier otro sujeto. Tal es mi física, tal es mi metafísica”
Es más, en el último de sus ensayos que justamente
se llama De la experiencia afirma
Montaigne que “aun puestos en el más
elevado trono de este mundo, es menester que nos sentemos sobre nuestro
trasero”.
Profanador por definición, la tradición religiosa
con la que rompe, no se salda con un progreso infinito en el conocimiento sino
con una vuelta sobre sí, donde la perplejidad
es ejercida como táctica de la experimentación de sí y del descubrimiento del
mundo.
A partir de Montaigne, siglos más tarde,
el discípulo de Winnicott, Massud Khan señalará cómo el escepticismo de Montaigne revela en su
irresolución permanente un proceso de percepción del self.
Se inaugura lo que Freud
tres siglos más tarde atribuirá al inconsciente.
¿Qué lugar entonces tiene la profanación en la
expropiación de la experiencia cuando la técnica de capitalización que se
despliega en una ilusión de permanente acumulación prepondera?
¿Cuál es la relación de este proceso con la
sociedad del espectáculo y qué relación tiene ello con la iniciación
permanente?
Profanar se opone a
consagrar. Si consagrar designa la salida de las cosas de la esfera humana,
profanar al contrario, significa restituirlas al libre uso de los hombres.
Se orienta una relación
muy marcada entre usar y profanar.
La religión a través del
sacrificio, separa algo que
pertenece al ámbito de lo profano y lo lleva a lo sagrado, de la esfera humana
se lo traslada a la divina.
Al revés, basta que los
humanos toquen aquello que estaba reservado en el rito a lo sagrado para que
pase a estar disponible para los hombres.
Agamben, en Elogio de la profanación, señala que a
diferencia de lo que se piensa comúnmente, religere
no refiere a religar sino a mantener separado.
En ese sentido la religión es lo que mantiene
separado aquello que pertenece al ámbito de lo profano y lo que es dominio de
lo sagrado.
Lo que se opone a la religión no es entonces la incredulidad,
sino la negligencia, es decir una
actitud libre y distraída de las normas, siendo entonces la profanación una
negligencia que ignora la separación,
o sobre todo que hace de ella un uso particular.
Una particular e
importante forma de la negligencia es el juego.
Los juegos habituales son una derivación de antiguas ceremonias sagradas.
La ronda fue en su origen
un rito matrimonial y el juego de la pelota recuerda las disputas de los dioses
por la posesión del sol.
Lo sagrado reúne para
ejercer su potencia el mito y el rito.
En el juego sólo se
conserva una de las dos vertientes: en el juego de acción se conserva el rito,
en el juego de palabras el mito. En todo caso se conserva siempre una conexión
con lo sagrado.
Lo interesante es que la
restitución de lo sagrado implica paradójicamente a su valor profanatorio una
sustracción al dominio utilitario.
La prueba a la que el
padre demandante somete al neófito tal como se ha descrito, promueven en Jasón,
Perseo o Belerofonte un juego sagrado.
Lo opresivo no es el resto
sagrado, sino que esto, es en todo caso la ocasión para la liberación y la
elección sexual.
Lo verdaderamente opresivo
es lo que se encuentra en la esfera de la economía, del derecho, de la guerra y
otras actividades que separadas de su origen se erigen como sagradas en sí.
Lo saben los niños que
producen con los elementos de esas actividades una verdadera profanación estableciendo una verdadera
religio.
Así como la religio jugada abre las puertas del uso,
las potencias del derecho, la economía y la política desactivadas en el juego
abren la puerta de una nueva felicidad.
Se abre una verdadera
paradoja: la restitución sagrada que se verifica en el juego desactivando el
uso común, se anuncia como profana y el uso común que aparentemente libera, en
verdad constriñe. Tal es el drama de Edipo.
Se trata de diferenciar
entre profanación y secularización. Esta última deja intactas las fuerzas
desplazándolas de un lugar a otro.
Tal es la operación
cartesiana: deja en el ejercicio de la subjetividad soberana aquellas potencias
celestes que ahora son trasladas a la monarquía terrenal.
En la profanación por el
contrario, se neutraliza aquello que se profana desactivando los mecanismos de
su poder.
Jasón o Perseo hacen uso.
La autonomía intelectual de Edipo seculariza a los dioses y desde allí padece
su venganza.
Que entre lo sagrado y lo
profano hay una verdadera movilidad es conocido: Freud ya había señalado cómo
lo augusto o lo consagrado a los dioses, podía ser también maldito o excluido de
la comunidad.
Las vísceras ofertadas a
la divinidad (sagradas), podían ser habitualmente profanadas cuando entraban en
contacto en los hombres.
El problema de la religión moderna, el capitalismo
como diría Benjamin, no es solamente la separación entre sagrado y profano.
Tradicionalmente el
sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado, y se exponía a su
contrario.
En el monomito el
sacrificio de la prueba reconocía la potencia sobre o infra humana de la
bestia, pero en el atravesamiento mortal daba las condiciones para su uso.
Como en los rituales de
iniciación antigua, el sufrimiento de Dionisio permitía la potestad de Apolo.
El reconocimiento de la sabiduría infernal liberaba para el uso.
En lo que se anticipaba
como técnica de capitalización, se verifica un único e incesante proceso de
separación que inviste cada cosa y cada actividad humana.
La separación se realiza
absolutamente en la religión capitalista siendo inherente a la forma del objeto
que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se transforma en un fetiche
inaprensible, impidiendo un uso que se vuelve duraderamente imposible.
Esta dimensión alcanza su
efecto mayor de la técnica de capitalización en el consumo cuya forma más
acabada es la sociedad del espectáculo.
En la sociedad del espectáculo, lo consagrado al
consumo o a la exhibición, se caracteriza por no poder ser usado.
Si profanar era devolver a su uso común lo que fue
separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista apunta un
verdadero Improfanable.
Cuando los niños destripan
sus muñecas como ha inmortalizado Baudelaire en La moral del juguete hacen como el gato que sustituye con un ovillo
de lana, su actividad predatoria orientada a la captura y muerte del ratón.
Los niños cuando juegan
con objetos en otra época religiosos, liberan incluso imitando la forma de la
actividad de las que se han emancipado a las cosas del fin al que habían estado destinadas,
destinándolas a otros fines.
Es decir las destinan a un nuevo uso: las
transforman en un mero medio pero emancipado de aquel fin originalmente
propuesto.
Tal vez sea la ubicación
de un objeto como puro medio lo que restituya la posibilidad del uso que el
consumo ha alienado, alienación que en
la exhibición se ha consumado.
Este mundo de los medios
puros, sin embargo es precario por su fugacidad. Aquellas cosas destinadas a
separarse de su fin original, son finalmente restituidas a su finalidad, o
simplemente abandonadas.
¿Por qué es tan eficaz la
maquinaria capitalista? No solamente porque los puros medios son fugaces, sino
porque se apropia de ellos.
No solamente porque se
apoya sustancialmente sobre el control de la comunicación social (precisamente
los medios), sino porque además de la propaganda neutraliza el valor profanatorio
del lenguaje como puro medio.
Se podría pensar el amor
como la profanación por excelencia. Si hay algo con lo que el capitalismo se
ensaña es con el control de la sexualidad.
No hay que esperar a
Foucault para desmontar el prejuicio que destaca que no se trata de la
represión de la sexualidad sino de su incitación.
¿De qué se trata en esa
incitación sino de la apropiación de la sexualidad como medio?
En la pornografía,
aquellas poses románticas de las modelos en sus inicios, han sido reemplazadas por
las técnicas de absolutización de la mercancía y el valor de cambio.
Las modelos complican las
poses como si se exagerara intencionalmente, exhibiéndose la conciencia de
estar expuestas al objetivo. Con el comportamiento sexual pasa lo mismo.
Si Bergman se sorprendía
que en su época las modelos miraran resueltamente el objetivo de la cámara, el
procedimiento actualmente se ha vuelto banal: en los videos pornos las modelos están más interesadas en el
espectador que en el compañero o compañera sexual.
Ya Walter Benjamin en 1936
señalaba que “aquello que, en estas imágenes funciona como estímulo sexual, no
es tanto la visión de la desnudez, como la idea de la exhibición del cuerpo
desnudo delante del objetivo”.
Recuerda Agamben que poco
después, Benjamin, acuñó el término de valor
de exposición para comentar tal modalidad de funcionamiento en la época de
la reproducibilidad técnica.
El valor de exposición es complementario de la
alienación del valor de uso en el valor de cambio. La víctima es el valor de goce, que solamente se autoriza
como metafórico.
Si el valor de exposición
consuma aquella técnica de capitalización que el progreso infinito de la
soberanía del sujeto promovía con la consecuente imposibilidad de profanación,
¿en qué sentido entonces la apuesta del psicoanálisis tiene lugar?
Varias veces he destacado
la operación analítica como una ética del lazo y el valor de goce como un resto
de esa operación.
El amor para el
psicoanálisis es una profanación, que es un modo de decir que se trata de un
juego.
Planteada la universalidad
del complejo de Edipo, con sus componentes deseo incestuoso y parricidio, Freud
en El malestar en la cultura se
desconsuela.
El superyó pesa sobre la
humanidad exigiendo más cuanto más se la obedece, comportándose con severidad y
desconfianza tanto mayores, cuanto más virtuoso es el individuo.
¿Es tal severidad
consecuencia de un trato severo? Sabemos que para Freud la respuesta es
negativa.
La declinación del Edipo
se salda con una vuelta hacia el padre. No hacia el Padre real, sino hacia un
padre todo poderoso fomentado por el niño mismo.
Este padre fuerte, ligado
a la figura de un amo es lo que cada pueblo cuenta como legislador original.
Alejado del padre
demandante que propone la prueba es el Padre Primordial, aquel que está en el
origen del nacimiento de la Ley según Tótem
y Tabú.
Interiorizándolo tras su
asesinato, es por su amor, que se funda la ley para siempre.
Poseedor de todas las
mujeres es recreado en cada generación cada vez que se declina el Edipo.
Un discurso ético que diga la ley nos da permanentemente la
ocasión para su aparición como voz de la conciencia, sin otra autoridad que su voz estentórea.
¿Cuál voz más estentórea
se hace oír que sea más fuerte aun que la del imperativo del consumo?
Si en el cristianismo el
culto es una expiación de la culpa, la religión capitalista es quizás el único
caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante.
Una monstruosa conciencia
culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él
su culpa sino para volverla universal, y para capturar al propio Dios en la
culpa.
¿En ausencia de qué mediación aparece esta Ley del
superyó?
¿Es posible otra Ley? ¿Por
qué padre es posible hacerse el duelo de esta figura grandiosa producto del
sueño freudiano?
Sabemos desde Freud también, que el destino humano no
está sujeto a una finalidad natural sino que está sometido a los avatares del
goce del otro.
Sin objeto predeterminado
necesita de una ley que lejos de ser el negativo de la sexualidad sea un borde,
un punto de apoyo que le permita al sujeto encontrar caminos nuevos.
El sujeto absoluto de las Meditaciones cartesianas surge en ese
punto de ruptura de las antiguas cosmologías en las que microcosmos y macrocosmos
no eran sino una unidad motorizada por los principios activo y pasivo.
Uno engendraba, el otro
hacía crecer. Parecía que esa maquinaria genital representada por la feliz
complementariedad se disolvía en función de un nuevo módulo ahora separado, y
representado un percipiens que se ha definido como perspectivo.
Descartes parecía
desterrar filosóficamente la física aristotélica hecha de acto – potencia que
revelaba una finalidad como fundamento causal de toda génesis.
Una pregunta se abre paso
en ese abismo hecho de la pura decisión que como expresión de la técnica de
capitalización progresiva coloniza el descampado ahora llamado mundo: ¿cómo
hacer esto?
En el mundo tecnificado el
lenguaje no es ya el lugar donde en la fe dada se funda el sujeto allí
representado sino del lugar de un poder instrumental de transmisión de
informaciones: un hacer permanente.
Paradójicamente cuanto más
el sujeto se aliena en ese saber tecnificado más se expropia de sí mismo.
Perdido como Edipo en su
autonomía, ciego a su propio sentido, tropieza con el muro del lenguaje que se opone a la palabra en la medida en que
allí es más hablado de lo que él mismo habla.
Decir la ley o extremo
tropiezo con esa dimensión parricida que consiste en subrayar la autonomía técnica
y que promete el dominio incestuoso de la naturaleza.
Lejos de derribar el muro
del lenguaje tal finalidad se salda con la dimensión superyoica que como
ilustraba Goya no es más que la razón soñando monstruos.
Existe otra ley que la que
impele a que lo que hay sea
reconocido por la palabra adecuante - materialidad del pensar - ya que la palabra adecuada como realidad está
perdida – realidad objetiva.
Se trata del poder poético
del lenguaje que promueve un discurso ético que no se limita a decir el bien o
la ley.
Es el de un bien
– decir que lejos de ignorar el goce u oponerse a él, constituye a la
vez su sostén y su camino.
Un nuevo modo de
transmisión ya no nostálgico de la antigüedad, pero tampoco extraviado tras el
muro del lenguaje, sino que a partir de lo desconocido del deseo del Otro,
sostenga por la palabra un deseo que lo derribe.
No es demostración para los hijos, tampoco mostración,
pero dicha palabra concierne al goce que un hombre se arriesga a encontrar ante
aquella que es la causa de su deseo.
Se trata de un goce
disimulado, expresado sólo a medias a través del equívoco, por ejemplo, que
mantiene el juego amoroso otorgando a las palabras una dimensión metafórica,
profana, que las aleja de su gastado uso informativo.
Esta es la posibilidad que
le cabe a un psicoanálisis desedipizado:
una transmisión por añadidura del enigma que une a ese hombre y a esa mujer.
Se dice transmisión por
añadidura porque es sobre la base de esa equivocidad significante – una ética
del bien – decir absolutamente profana
que se establece un velo sin volverse hacia el hijo, cayendo en una comedia
obscena.
Se aceptaba en el punto anterior el anacronismo
para el estudio de un mito.
Padre perseguidor, padre
demandante y padre donador. Sería posible en virtud de tal anacronismo sugerir
las dimensiones del padre imaginario, el padre simbólico y el padre real.
El monstruo que la misma razón engendra
sostiene su poder imaginariamente en el reproche o la culpa. Padre
imaginario.
El demandante es representado por la dimensión
simbólica que lo reduce al nombre y que lo coagula en la prueba. Padre
simbólico.
El donador aparece definido como real. Una
donación paradójica que se asienta en la transmisión de un saber acerca de la
verdad de un goce.
No sin la prueba y no sin
el duelo más allá del odio o el amor
por el padre Ideal que bien puede adquirir el rostro del perseguidor, el padre
real instala el velo para el niño como agente de la castración.
Se trata de la transmisión de de un justo decir a medias en lo que concierne
al goce de una mujer: se hablaba del valor de profanación del discurso poético.
Lo real – por más investigaciones que se promuevan sin fin en las
técnicas de capitalización – es la imposibilidad de demostrar por un saber la verdad de un goce.
Se podría situar entonces
al contrario que el saber occidental no es más que el despliegue interminable
de las Meditaciones metafísicas.
Estas solamente concluirán
cuando lo que ellas inscriben se revele
como aquello que nunca cesó de no inscribirse en ellas.
Me parece que la
transmisión que se le debe al padre real es una verdadera iniciación como corte
en ese sentido.
El amor es un juego… amoroso. Asentado en la
profanación de los ideales que el valor de exposición promueve, no es más ni
menos que una declaración.
El acto que lo
consuma se asienta en el vacío entre los
sexos donde el Tú eres mi mujer, Tú eres mi marido se declara
performativamente según lo cual, cada uno deviene su propio mensaje bajo la
forma invertida del Yo soy tu marido y
Yo soy tu mujer.
Sin ninguna pretensión de
saber ideal, (la poesía devalúa la decisión soberana y afirma el poder
performativo de las palabras que actúan como muerte de la intención, para
decirlo con Benjamin), la declaración de sexo es un riesgo ya que niega el
autoerotismo.
Es desde esta negación que
se positiviza el cuerpo del otro otorgándole valor de goce. Es el modo de profanarlo.
Tú eres mi mujer, tú eres mi marido, porque tú
eres mi cuerpo. Claro que en ese tú, un
yo se dice al otro dándole derecho y poder sobre
su propio cuerpo. Hay pérdida del autoerotismo y de la libre disposición del
propio cuerpo. Vuelta de la profanación.
Estricta igualdad en esta
mutua servidumbre deseada en la que cada uno se remite al otro, deviniendo lo
que le falta.
Más vale que el goce que
uno tiene del cuerpo del otro no es que el otro tiene del cuerpo de uno.
Por más que la ilusión
genital nos haga creer en la complementariedad
sigue existiendo una separación.
La profanación nunca la niega, lo que hace negligentemente es excederla o
desactivar su mecanismo.
Como menciona Philippe
Julién: es la ocasión para preguntarse: ¿aquello de lo que se goza, goza?
Lugar de una separación, alejada de aquella otra
separación que en su sacralización fetichista el capitalismo consagra a la
mercancía, introduce el juego amoroso como una verdadera profanación.
Alejandro Varela
Abril de 2012
Contacto: alejvarel@hotmail.com /1564448570